Letras
(El poema Desde esta ventana lo escribí en 1996, en La Habana. Por entonces hacía programas en Radio Metropolitana y estudiaba en la facultad de cine del Instituto Superior de Arte. De estos versos nació el nombre de este blog)
Desde esta ventana
Me asomo a esta ventana cada noche
como si fuese el lado más soleado de mi
calle.
Desde aquí no importa si es de noche en la
ciudad
o si la ciudad se ha vuelto noche, así de
pronto.
Tal vez es sólo una cuestión de
tiempo
una jugarreta del tiempo real,
la sensación, el chispazo de ese
instante
muchas veces impreciso
en que por fin abrimos los ojos.
Me asomo al vacío y veo la ciudad, y
viceversa.
Es lo más terrible de esta historia
infantil
de adultos abandonados al borde del
miedo
siempre tan temerosos como todos,
perdidos,
sin otra brújula que la necesidad de huir
del desespero y la eterna condena
de no poder escapar,
de no tener a dónde huir realmente.
Esa es quizás la mayor utopía.
El silencio, aunque parezca ausentarse,
siempre nos acompaña.
Se ríe de nosotros detrás de cada ruido.
Ahí anda susurrando su vieja carnada.
Pega tu oreja a la puerta de tus fugas
como si la pegaras a tu corazón
y entenderás de una vez el mundo.
Esos que ves despeñarse,
olvidarse y sonreír como los delfines,
esos ruidosos silencios son mis buenos
vecinos.
Recostados saborean, a veces sin saberlo,
lo chévere, lo peligroso de caminar sin
entender
qué sucede más allá de la esquina
o en la casa de enfrente
o tras la grandiosa pantalla del
televisor,
que casi siempre dice la verdad, después
de todo.
Tan solo tienes que poner atención,
suelen decirme, ellos, con la mueca de
costumbre.
Ruidosos, pero inteligentes,
sarcásticos como ciertos discursos,
así suelen ser mis queridos vecinos,
a veces sí, a veces no
a veces no tengo vecinos y navego
solo
como dando brincos
entre los ruidos de una ciudad adormecida,
de rumbas silentes, insuficientes,
apagadas
somnolientas, a pesar del carnaval.
Quizás sea fácil, aunque a veces espinoso,
contemplar los senderos que esconden las
nubes,
no las del cielo sino las de la gente,
las vértebras cansadas de nuestras
ilusiones
los callejones del olvido
el íntimo lenguaje de la oscuridad
que no pocos celebran, que
arrastramos
como si fuesen desabridas luces de
bengala
lanzadas al cielo sin orden ni pretexto,
sólo por el placer de ver que alguna luz
se enciende,
incluso fugaz, en la vieja metrópoli
anestesiada.
La ciudad puede ser una navaja,
un pantano, una pluma en el viento, una
sorpresa.
Pienso, dudo, me fugo
en la mirada perdida de mi madre,
en la voluntad del dios con quien discrepo
en los gemidos de esas que piernas
que se abren lentamente
para darle sentido
a las arrugas de mi cama.
De pronto el barrio se alborota
con un jonrón de los azules,
que en los últimos tiempos suelen
contentarme,
cederle añejas utopías a sus temporadas
y así a las nuestras, incluso a las mías.
Después quizás un chiste, un verso, un
bolerón
un amor no trascendido,
una seductora mordida en la memoria.
Puede ser tan cruel como adictivo
este vulgar deporte
de vivir creyendo que de verdad lo
hacemos.
Recuerdo que la vida también es todo esto
de lo que no sabemos resolver
mucho más de la mitad de la mitad
que sin saber nos hemos inventado.
Lo cierto es que aún no logro
descifrar la noche
como el mapa del gran tesoro escondido
que de niño soñé, más de una vez, llevarme
a casa.
Confieso que al principio, como todo
principiante,
creí en la tonta fábula de la emboscada.
Pero después vi
que la luz se desarma en sueños dormidos
y que no siempre está a mano el
despertador.
Por eso quise acercarme a esta ventana
desde donde puede verse otra ciudad
siempre que no equivoques el calidoscopio
y quieras distinguir el almacén del alma,
las huellas del sudor en las
vidrieras
la herida respiración del porvenir
los colores del recuerdo, la ingrata
desmemoria.
Sé que a veces la estampa que acaricio no
es real
y que puede volverse una postal amarilla
la alegría.
Todo depende del anhelo o el glamour
con que las fantasías bailen en el
laberinto
y a pesar de todo
no debemos jamás dejar de sonreír.
Bien sé que muchos muros, como estos,
no son pura ilusión. Pero yo sueño,
sueño todas las noches desde esta
ventana
queriendo que el amor, si no es mucho
pedir,
nos cure un poco,
un poco más de lo que se planeó
para nosotros,
los sobrevivientes de los sobrevivientes
de una isla que tiene mucho de ilusión,
resignación, olvidos, flácidas esperanzas,
fosa común para rumberos ebrios
de pecados y de islas.
Por eso beso
poco a poco mis amores
mis puentes, mis fotos, mi codicia, mis
bocetos,
con una afable mezcla de mañanas y
nostalgias.
Un deseo que se fecunda
como sólo pueden fecundarse los deseos.
Y aunque la ciudad es una boca de lobo
subo corriendo a la azotea de las utopías
y sonrío, como ese niño feliz
que respira profundo y se resiste,
espantado de la ciudad que ama,
a romper en llanto.
Sé que quien decide saltar al vacío
no ha logrado encontrar siquiera un
puente.
Yo escojo esta ventana, la mía.
Me digo, aunque no esté muy seguro,
que el tiempo es tan real como difuso.
Que chillan ahora mismo sus relojes.
Que en cualquier parte, incluso aquí,
hay algo perdido y algo por hallar.
Que así es el mundo, así es su historia
circular, bella e insana, incomprensible.
Quiero creer que al final no cuesta nada
o casi nada, continuar soñando,
pero eso sí, con los ojos abiertos,
quizás toda la vida,
sobre todo si logramos
tener a mano una ventana como esta.
La
Habana, 1996.
Del cuaderno “Sueños para remendar”
Puedes
seguir mis textos en Twitter: @LuisLeonelLeon
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