Fabio, el poeta que vendía flores


Publicado en Diario Las Américas el 22 de junio de 2017 - 11:06  - Por LUIS LEONEL LEÓN - @LuisLeonelLeon


Cada vez me parece más real eso de que La Habana se está quedando sin poetas

(Rogelio Fabio Hurtado. CORTESÍA)


Ayer recibí la noticia de la muerte de un amigo. Y luego de ese extraño golpe que sólo es capaz de asestarnos la sorpresa del vacío, me di cuenta que habían pasado treinta años desde la primera vez que estrechamos nuestras manos en Acosta y 10 de Octubre (antigua Calzada de Jesús del Monte), una de las intercepciones más concurridas de La Víbora. Una zona por entonces mucho menos deprimente que ahora.

El poeta Rogelio Fabio Hurtado cargaba una carretilla de flores, Pepe Fajardo una botella de Ronda y yo mi mochila de la escuela. Nunca he olvidado aquel encuentro propiciado por la casualidad, “causalidad” diría Fabio, o simplemente porque era el camino cotidiano del poeta y yo sólo había ido con Pepe a comprar ron y cigarros a la vulgarmente célebre cafetería La Conferencia. Allí nos topamos. Por suerte para mí.

“Mi abuela materna vende flores en su casa, allá en Buenavista donde yo nací, y ella, bueno, es una persona muy humilde, pero nunca imaginé que un poeta lo hiciera”, le confesé. Pepe no dijo nada. Y Fabio me contestó: “Los poetas también”.

Hablamos de la poesía cubana del momento, de los beneficios, los problemas y la necesidad de la venta de flores, de lo que me enseñaban en la escuela y lo que no me enseñaban, y no faltaron -casi nunca faltaban- los chistes políticos de Pepe, que no perdió tiempo en mencionarme que Fabio había sido marginado y que estaba seguro de que me gustarían sus poemas. Algo en que no se equivocó. No recuerdo quién de los tres dijo la frase: “Escribir poesía puede ser tan peligroso como ir a la guerra”. Pudo ser cualquiera. O quizás es sólo una invención de mi necesidad de recordar, tres décadas después, aquel primer encuentro con el poeta que vendía flores. El único que he conocido que se ganara la vida de ese modo.

Fabio tenía cuarentiún años pero su larga barba canosa le hacía parecer mucho mayor. Yo tenía dieciséis y estudiaba en el pre-universitario Enrique José Varona de La Víbora, escribía poemas que pretendían ser “contestatarios”, adjetivo que entonces me resultaba tan cotidiano y estimulante como escaparme de las clases para leerle a mi novia textos prohibidos en medio de un enorme campo de girasoles -un campo real, cerca del Café Colón- y luego acompañarla hasta la puerta de su casa (regla inviolable establecida por su madre, que era la única en la familia que sabía que nos fugábamos) para irme a beber rones furtivos con Pepe, Fabio y otros escritores de la zona mientras compartíamos nuestras recientes invenciones. Pepe, el autor de Nosotros vivimos en el submarino amarillo, murió el año pasado. Es una extraña sensación recordarles sabiendo que jamás volveré a verlos. Cada vez me parece más real eso de que La Habana se está quedando sin poetas.

El mismo día que conocí a Fabio descubrí que era católico. En aquellos años no conocía a muchos creyentes, a no ser los santeros de mi barrio, que tenían otro estilo, por así decirlo. Recuerdo que el semáforo detuvo un carro fúnebre y Fabio hizo una pausa en la charla para persignarse. A Pepe, que tampoco era religioso pero que le conocía, no le llamó la atención, pero a mí me sorprendió no sólo la acción, sino sobre todo su mirada, una expresión que denotaba que realmente lo sentía, que no era un mero hábito. Fabio se dio cuenta de mi asombro pero no me dijo nada.

Luego descubrí que también era un poeta de izquierda, pero disidente. Una rara avis. De ahí que se sintiera un poeta entre dos tigres. Nunca llegué a preguntarle si fue su religiosidad quien lo llevó a disentir de la revolución en la que, como le sucedió a unos cuantos, creyó fervorosamente hasta los primeros años de la década del sesenta. En abril de 1963 el poeta integró las Tropas Coheteriles Antiaéreas y a los dos años fue desmovilizado gracias a un certificado psiquiátrico. Poeta y loco, no era al final una idea descabellada. Desde mucho antes escribía. En 1969 fue incluido en la antología Poemas David 69. En su poema titulado 1966 reconoce: “¡Oh sí, yo tuve 20 años! / Yo no sabía nada de vida y muertes literarias / Creía que se publicaba mandando el cuento por correo a las revistas”.

Se definía como un izquierdista por cuenta propia. Y justamente esa defensa de lo personal, aunque fuera desde el campo minado de la izquierda, lo condenó a ser un intelectual proscripto. Ser cualquier cosa por cuenta propia no podía ser bien visto por el régimen. Nunca lo ha sido ni lo será. Y mucho menos alguien que jugaba con las palabras. Curiosamente el poeta y sacerdote nicaragüense Ernesto Cardenal, uno de los defensores de la Teología de la Liberación, le conoció durante un viaje que hizo a La Habana en 1970 y le publicó algunos poemas. Luego la realidad se encargó de distanciar sus ideas y esperanzas de entonces. Pero Fabio jamás abandonó el camino, o al menos el anhelo, de la socialdemocracia.

La casa de su madre, ubicada a unas pocas cuadras de la famosa esquina donde nos conocimos, daba casi al frente a la unidad de la policía política de Arroyo Naranjo. “Aquí no tenemos nada que temer, siempre estamos bien vigilados”, decía con el fino humor que lo caracterizaba. Entrar a aquella casa era como viajar un siglo atrás. O tal vez dos. Los muebles, las cortinas, las fotografías, el murmullo del silencio. Sus tías practicaban un silencio hermético. A veces parecía que vivían en un eterno luto, hasta que por fin escuchaba sus voces amables decir dos o tres palabras. Pero aquel silencio era una especie de venganza contra el ruido, el fingimiento y la banalidad que reinaba afuera. Allí me leyó sus poemas, los primeros y los últimos, los conocidos y los que sólo le leía a sus amigos que, como bien advertía, no eran demasiados. “Como todo el mundo que tiene amigos de verdad”, acotaba.

También le visité en la casa de Marianao, donde vivía con su amada Felina, a quien le dedicó estos versos titulados La mujer del poeta: “Después del constante saqueo de la nostalgia, / Sin nada nuevo que leerles a ti y a mis poquísimos amigos / Oficialmente desocupado, oyendo rumores y chistes excesivamente crueles, / En los suburbios ya de los 50, releída y releída The Wasted Land al poeta va quedándole / Un único chaleco salvavidas: la sonrisa sin fraude que le abre como el cielo su mujer”.

En 1980 escribió el poema En la terraza, que retrata sus sentimientos ante la partida de sus amigos y familiares durante en el éxodo de Mariel: “La gente atraviesa por mi corazón / De paso a la frontera / Cuando se despiden, apresurados, / Me llevan en sus ojos a lo desconocido / Me dejan encargado de toda su memoria / Apenas tengo dónde guardarles tanta vida / Nací para despedir vuelos nocturnos”.

Además de poesía, género que jamás abandonó, en la década de los ochenta escribió para la primera revista digital independiente cubana, Consenso. Y más adelante para publicaciones católicas como Palabra Nueva, Espacios y Vitral. Fue colaborador de Diario de CubaPrimavera digital y otros medios donde ejerció el periodismo independiente. 

Estuvo vinculado a varias agrupaciones disidentes. Era un amante de la revista Bohemia, la de antes de la revolución, por supuesto, y de los más exquisitos autores. Leía de todo. “De todo lo bueno y a veces algo de lo malo”, solía decir. Viajó a Estados Unidos en varias ocasiones a visitar a su hijo. Recuerdo que a su regreso a Cuba me regaló su primer poemario, publicado a los cincuenta años, El poeta entre dos tigres (Colección La Torre de Papel, 1996) que le editó en Miami Carlos Díaz Barrios, y una hermosa revista donde le hicieron una excelente entrevista. Cinco años después publicó el volumen de prosas Viñetas para un invisible(2001).

Siempre tuvo una especial relación con la muerte. Era como una especie de amigo cercano con el que sostenía importantes conversaciones sobre la vida. De ahí que pudiera escribir un soneto como este: “Vivir es olvidar mal lo vivido, / No aprobar las lecciones del pasado; / No cuentes que retorne lo partido / Por más que el Cielo engañe de estrellado. / Vivir es confundir lo más querido, / Continuar atisbando lo esperado; / Dialogar hasta verse sin sentido / Por más que el mundo mande estar callado; / Vivir es ir muriendo sin apuro, / No averiguarle a la alegría razones, / Saltarse los escombros cual canguro; / Vivir es desgastar los pantalones / Sin esperar prodigios del futuro, / Vivir es inventar viejas canciones”.

Sus pulmones no andaban nada bien y padecía una diabetes crónica. Murió este miércoles 21 de junio, justo un día antes de cumplir 71 años, en el Hospital Clínico Quirúrgico Joaquín Albarrán de La Habana. Una ciudad que no lo sabe, pero que sin dudas ha perdido uno de sus auténticos poetas. Me hubiera encantado poder celebrar su cumpleaños, con él, aquí, ahora mismo, y escucharlo recitar aquel poema que habla del profesor del Instituto de La Víbora que desapareció por insistir, en medio de la exaltación revolucionaria de los años sesenta, en enseñarle a sus alumnos la poesía francesa. O quizás estos versos: “el poeta / como el personaje de una fábula Zen / colgado de cabeza en el abismo / saboreando una cereza / desconcierta a los tigres”.


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