Fabio, el poeta que vendía flores
Cada vez me parece más real eso
de que La Habana se está quedando sin poetas
(Rogelio Fabio Hurtado. CORTESÍA)
Ayer recibí la noticia de la muerte
de un amigo. Y luego de ese extraño golpe que sólo es capaz de asestarnos la
sorpresa del vacío, me di cuenta que habían pasado treinta años desde la
primera vez que estrechamos nuestras manos en Acosta y 10 de Octubre (antigua
Calzada de Jesús del Monte), una de las intercepciones más concurridas de La
Víbora. Una zona por entonces mucho menos deprimente que ahora.
El poeta Rogelio Fabio Hurtado
cargaba una carretilla de flores, Pepe Fajardo una botella de Ronda y yo mi
mochila de la escuela. Nunca he olvidado aquel encuentro propiciado por la
casualidad, “causalidad” diría Fabio, o simplemente porque era el camino
cotidiano del poeta y yo sólo había ido con Pepe a comprar ron y cigarros a la
vulgarmente célebre cafetería La Conferencia. Allí nos topamos. Por suerte para
mí.
“Mi abuela materna vende flores en su
casa, allá en Buenavista donde yo nací, y ella, bueno, es una persona muy
humilde, pero nunca imaginé que un poeta lo hiciera”, le confesé. Pepe no dijo
nada. Y Fabio me contestó: “Los poetas también”.
Hablamos
de la poesía cubana del momento, de los beneficios, los problemas y la
necesidad de la venta de flores, de lo que me enseñaban en la escuela y lo que
no me enseñaban, y no faltaron -casi nunca faltaban- los chistes políticos de
Pepe, que no perdió tiempo en mencionarme que Fabio había sido marginado y que
estaba seguro de que me gustarían sus poemas. Algo en que no se equivocó. No
recuerdo quién de los tres dijo la frase: “Escribir poesía puede ser tan
peligroso como ir a la guerra”. Pudo ser cualquiera. O quizás es sólo una
invención de mi necesidad de recordar, tres décadas después, aquel primer
encuentro con el poeta que vendía flores. El único que he conocido que se
ganara la vida de ese modo.
Fabio
tenía cuarentiún años pero su larga barba canosa le hacía parecer mucho mayor.
Yo tenía dieciséis y estudiaba en el pre-universitario Enrique José Varona de
La Víbora, escribía poemas que pretendían ser “contestatarios”, adjetivo que
entonces me resultaba tan cotidiano y estimulante como escaparme de las clases
para leerle a mi novia textos prohibidos en medio de un enorme campo de
girasoles -un campo real, cerca del Café Colón- y luego acompañarla hasta la
puerta de su casa (regla inviolable establecida por su madre, que era la única
en la familia que sabía que nos fugábamos) para irme a beber rones furtivos con
Pepe, Fabio y otros escritores de la zona mientras compartíamos nuestras
recientes invenciones. Pepe, el autor de Nosotros vivimos en el submarino amarillo,
murió el año pasado. Es una extraña sensación recordarles sabiendo que jamás
volveré a verlos. Cada vez me parece más real eso de que La Habana se está
quedando sin poetas.
El
mismo día que conocí a Fabio descubrí que era católico. En aquellos años no
conocía a muchos creyentes, a no ser los santeros de mi barrio, que tenían otro
estilo, por así decirlo. Recuerdo que el semáforo detuvo un carro fúnebre y
Fabio hizo una pausa en la charla para persignarse. A Pepe, que tampoco era
religioso pero que le conocía, no le llamó la atención, pero a mí me sorprendió
no sólo la acción, sino sobre todo su mirada, una expresión que denotaba que
realmente lo sentía, que no era un mero hábito. Fabio se dio cuenta de mi asombro
pero no me dijo nada.
Luego
descubrí que también era un poeta de izquierda, pero disidente. Una rara avis.
De ahí que se sintiera un poeta entre dos tigres. Nunca llegué a preguntarle si
fue su religiosidad quien lo llevó a disentir de la revolución en la que, como
le sucedió a unos cuantos, creyó fervorosamente hasta los primeros años de la
década del sesenta. En abril de 1963 el poeta integró las Tropas Coheteriles
Antiaéreas y a los dos años fue desmovilizado gracias a un certificado
psiquiátrico. Poeta y loco, no era al final una idea descabellada. Desde mucho
antes escribía. En 1969 fue incluido en la antología Poemas David 69. En su poema
titulado 1966 reconoce:
“¡Oh
sí, yo tuve 20 años! / Yo no sabía nada de vida y muertes literarias / Creía
que se publicaba mandando el cuento por correo a las revistas”.
Se
definía como un izquierdista por cuenta propia. Y justamente esa defensa de lo
personal, aunque fuera desde el campo minado de la izquierda, lo condenó a ser
un intelectual proscripto. Ser cualquier cosa por cuenta propia no podía ser
bien visto por el régimen. Nunca lo ha sido ni lo será. Y mucho menos alguien
que jugaba con las palabras. Curiosamente el poeta y sacerdote nicaragüense
Ernesto Cardenal, uno de los defensores de la Teología de la Liberación, le
conoció durante un viaje que hizo a La Habana en 1970 y le publicó algunos
poemas. Luego la realidad se encargó de distanciar sus ideas y esperanzas de entonces.
Pero Fabio jamás abandonó el camino, o al menos el anhelo, de la
socialdemocracia.
La
casa de su madre, ubicada a unas pocas cuadras de la famosa esquina donde nos
conocimos, daba casi al frente a la unidad de la policía política de Arroyo
Naranjo. “Aquí no tenemos nada que temer, siempre estamos bien vigilados”,
decía con el fino humor que lo caracterizaba. Entrar a aquella casa era como
viajar un siglo atrás. O tal vez dos. Los muebles, las cortinas, las
fotografías, el murmullo del silencio. Sus tías practicaban un silencio
hermético. A veces parecía que vivían en un eterno luto, hasta que por fin
escuchaba sus voces amables decir dos o tres palabras. Pero aquel silencio era
una especie de venganza contra el ruido, el fingimiento y la banalidad que
reinaba afuera. Allí me leyó sus poemas, los primeros y los últimos, los
conocidos y los que sólo le leía a sus amigos que, como bien advertía, no eran
demasiados. “Como todo el mundo que tiene amigos de verdad”, acotaba.
También
le visité en la casa de Marianao, donde vivía con su amada Felina, a quien le
dedicó estos versos titulados La mujer del poeta: “Después
del constante saqueo de la nostalgia, / Sin nada nuevo que leerles a ti y a mis
poquísimos amigos / Oficialmente desocupado, oyendo rumores y chistes
excesivamente crueles, / En los suburbios ya de los 50, releída y releída The
Wasted Land al poeta va quedándole / Un único chaleco salvavidas: la sonrisa
sin fraude que le abre como el cielo su mujer”.
En
1980 escribió el poema En la terraza, que retrata sus
sentimientos ante la partida de sus amigos y familiares durante en el éxodo de
Mariel: “La
gente atraviesa por mi corazón / De paso a la frontera / Cuando se despiden,
apresurados, / Me llevan en sus ojos a lo desconocido / Me dejan encargado de toda
su memoria / Apenas tengo dónde guardarles tanta vida / Nací para despedir
vuelos nocturnos”.
Además
de poesía, género que jamás abandonó, en la década de los ochenta escribió para
la primera revista digital independiente cubana, Consenso. Y más adelante para
publicaciones católicas como Palabra Nueva, Espacios y Vitral.
Fue colaborador de Diario de Cuba, Primavera
digital y otros medios donde ejerció el periodismo independiente.
Estuvo vinculado a varias agrupaciones disidentes. Era un amante de la revista Bohemia,
la de antes de la revolución, por supuesto, y de los más exquisitos autores.
Leía de todo. “De todo lo bueno y a veces algo de lo malo”, solía decir. Viajó
a Estados Unidos en varias ocasiones a visitar a su hijo. Recuerdo que a su
regreso a Cuba me regaló su primer poemario, publicado a los cincuenta años, El
poeta entre dos tigres (Colección La Torre de Papel, 1996) que
le editó en Miami Carlos Díaz Barrios, y una hermosa revista donde le hicieron
una excelente entrevista. Cinco años después publicó el volumen de prosas Viñetas
para un invisible(2001).
Siempre
tuvo una especial relación con la muerte. Era como una especie de amigo cercano
con el que sostenía importantes conversaciones sobre la vida. De ahí que
pudiera escribir un soneto como este: “Vivir es olvidar mal lo vivido, / No aprobar
las lecciones del pasado; / No cuentes que retorne lo partido / Por más que el
Cielo engañe de estrellado. / Vivir es confundir lo más querido, / Continuar
atisbando lo esperado; / Dialogar hasta verse sin sentido / Por más que el
mundo mande estar callado; / Vivir es ir muriendo sin apuro, / No averiguarle a
la alegría razones, / Saltarse los escombros cual canguro; / Vivir es desgastar
los pantalones / Sin esperar prodigios del futuro, / Vivir es inventar viejas
canciones”.
Sus
pulmones no andaban nada bien y padecía una diabetes crónica. Murió este
miércoles 21 de junio, justo un día antes de cumplir 71 años, en el Hospital
Clínico Quirúrgico Joaquín Albarrán de La Habana. Una ciudad que no lo sabe,
pero que sin dudas ha perdido uno de sus auténticos poetas. Me hubiera
encantado poder celebrar su cumpleaños, con él, aquí, ahora mismo, y escucharlo
recitar aquel poema que habla del profesor del Instituto de La Víbora que
desapareció por insistir, en medio de la exaltación revolucionaria de los años
sesenta, en enseñarle a sus alumnos la poesía francesa. O quizás estos versos: “el
poeta / como el personaje de una fábula Zen / colgado de cabeza en el abismo /
saboreando una cereza / desconcierta a los tigres”.
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